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Por: Karime L. Díaz

Corrí lo más rápido que pude para escapar... sentía su aliento soplarme el cabello. Pero algo dentro de mí sabía que no era tan terrífico como parecía aunque quisiera devorarme por completo.

 

Justo en medio del bosque, justo en medio de prácticamente nada. Lo único que escuchaba eran sus enormes patas en estampida acercarse a mí. Fue la única vez que daba esos gritos sordos y hundidos tan profundamente en mi garganta, que parecía escucharlos solamente yo, en mi imaginación. Ya no sentía mis pies, ya no. Corría automáticamente dejándole el peso de mi cuerpo a las piernas que en cualquier momento se desvanecerían, las rodillas ahora no resultaban del todo útiles. El corazón estaba en mi cabeza, punzante y acelerado. Podía sentir cada una de mis venas sobre el cráneo cada vez que palpitaba. Mis brazos, la verdad no sabía ni dónde estaban, jamás me percaté de ellos; no sé si los balanceaba al correr o si los llevaba sobre mi cabeza, no sé. Pero lo que sí supe es que lo único que escuchaba era su rugir mucho más cerca de mí a cada segundo; no podía seguir corriendo por más tiempo porque sabía que tarde o temprano me atraparía para hacerme trizas o que simplemente, mis piernas me dejarían alcanzar.

 

Al fin logré correr hasta llegar a lo más profundo del bosque, donde pude escabullirme entre los árboles y el aire fresco me penetraba los ojos, no pude más. Simplemente dejé de correr de golpe. Ya me había resignado, a pesar de que los árboles me servían de cierta manera para poder escapar de su enormidad, escuchaba como sutilmente podía apartar cada árbol de su camino arrancando hasta las raíces. Escuchaba el rugir de la tierra que parecía romper mis tímpanos con cada paso. Podía casi distinguir el sonido de las garras al tomar impulso enterradas en la tierra. Me dejé caer exhausta sobre una pila de hojas donde no era ni capaz de ver la copa de los arboles más altos, ya no sentía nada, ya no pensaba, me sentía otro vegetal más del lugar. Un rugido estremeció mi piel. Suspiré y cerré los ojos, solamente esperaba a que apartara mi cabeza bruscamente de mi cuerpo y que todo terminara. El sonido se termino, conocí el silencio total, mi respiración era casi nula, no podía abrir los ojos, no podía moverme, no podía hacer nada. Cuando pude abrir los ojos, note la enorme nariz reseca y áspera tocando mi rostro, y aunque no lo sentía, podía verlo. No distinguí su color, era en tono de grises y, en realidad, solo veía sus intenciones de atravesar uno de sus colmillos por mi ombligo.

 

Repentinamente, desapareció de mi vista haciendo retumbar el suelo. El silencio se prolongó por varios minutos y yo, seguía en la misma posición tirada sobre la pila de hojas. Pasando un largo lapso de tiempo, pude regresar a mi y levanté la cabeza. Él estaba ahí. Estaba alejado, pero lo eficientemente cerca como para que yo calculara mis movimientos. Estaba atento a mi, levantó la cabeza al igual que yo y me miró justo como lo miraba yo a él, con un inmenso miedo en los ojos llenos de lágrimas; aunque él no las tenía, sabíamos que sentíamos lo mismo, sentíamos el más puro e infinito miedo el uno por el otro. Respiré profundamente, y me puse de pié. De cualquier modo, podía perderlo todo, perder la vida en cuanto a él se le antojara desgarrarme por la mitad entre sus fauces. Dependía absolutamente de su antojo. Imitándome, sacó el aire lo suficientemente fuerte por la nariz, que logró tirarme al suelo de nuevo. No sabía a dónde llegaría todo esto, no sabía por qué estaba viva. Dejó que me incorporara de nuevo y sin apartar mi vista de él, caminé de espaldas. Él simplemente se quedó inmóvil viéndome partir con ese miedo en los ojos. Miedo que jamás compartí con alguien más.

 

Llegué a la madriguera temblorosa, Pancha me esperaba con la cena en la mesa. No quise conversar. Mi apetito había desaparecido y había olvidado el por qué había salido de casa y hacia a dónde. No recuerdo absolutamente nada, sólo recuerdo el sonido estruendoso de sus pasos con deseos de arrancarme la vida. Es como si hubiera vuelto a nacer justo después de ese momento.-Volvió a perseguirme.- Le dije casi sin palabras y sin verla a los ojos.-Tú sólo debes entender que él sólo quiere ser humano-. Me dijo la tortuga y sirvió el té.

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