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Por: Karime L. Díaz

Esos tres días fueron eternos. Entre mis hormonas, la lluvia y el café de las mañanas me estaba hundiendo yo sola. Sola, así estaba. Él había venido y se había llevado todo, no me dejó nada, creo que no me dejó nada, no me dejó ni a mí.

 

¿Cómo sucedieron las cosas? No sé. Pero fue uno de esos romances intensos, de esos que tienen una capacidad de destrucción similar a la un tornado, se lo lleva todo y lo poco que deja, lo deja destruido. Estaba yo en mi departamento, sentada junto a la ventana, en esa silla azul de madera vieja que a él tanto le gustaba. Veía la lluvia caer; tres días seguidos de lluvias afuera, pero tenía un mes que me llovía por dentro. Ya empezaba a sentir la humedad en mis articulaciones y yo con el pensamiento constante en el que repasaba los hechos. Él, una y otra y otra vez. Los saludos, las salidas al cine, las tazas de café, sus labios, sus tequieros, él. Hasta el departamento se había muerto junto con el amor; las paredes blancas ahora eran grises, los muebles eran fríos pero guardaban sus movimientos como si siguiera estando ahí. Lo quise tanto que me olvidé de mí, olvidé que el amor se termina, que las vidas se terminan y que todo tiene un fin.

 

Al cuarto día dejó de llover, no salió el sol pero al menos la lluvia también había terminado, decidí ir por uno de sus helados favoritos. Tomé la chamarra que más le gustaba, esa chamarra color vino, de mangas blancas, esa chamarra que yo tanto odiaba que él usara por vieja y anticuada. Empezaba a despejarse el cielo y unos cuantos rayos débiles de sol alcanzaban mi piel. Si hubieras visto ese gesto que hacía cuando pensaba y se mordía la parte interna de su labio inferior o cuando arrugaba la frente porque le daba el sol en la cara, sus cejas se unían tanto que parecían una sola; si lo hubieras visto, lo hubieras amado tanto como lo amé yo. Debo admitir que se veía feo con la frente arrugada y que me provocaba ansiedad verlo morderse la boca, pero amaba cada gesto que hacía.

 

Llegué al parque de los niños gordos, como él lo solía llamar. Un parque donde no había más que niños gordos atascándose de helados y papas fritas porque no podían correr. Pedí su sabor de helado favorito, helado de queso, en barquillo. Jamás imaginé que un helado pudiera tener ese poder de transportarme, de hacerme sentir el primer beso que le di como si lo estuviera viviendo de nuevo. Pero ahora, él ya no estaba y esa era la única realidad. Se fue sin mí, me dejó sola. Me dejó el departamento, la silla azul y su chamarra roja, me dejó sola. Me terminé el helado sentada en una de las banquetas del parque mirando a los niños gordos comer mientras sus madres presumen las habilidades que hacían de sus hijos gordos niños superdotados. Caminé hasta nuestro lugar favorito. A los pies del árbol donde nos encantaba acostarnos y donde hablábamos por horas como si apenas nos estuviéramos conociendo. Ese lugar donde metía sus dedos entre mi cabello y los deslizaba hasta las puntas mostrándome tanto cariño en su mirar que muchas veces me detuvo la respiración. Me puse los audífonos, puse su canción favorita y cerré los ojos. Era justo Pink Floyd quien sonaba cuando me dejó. Íbamos en su vocho verde por la México-Acapulco con las ventanas abajo; de fondo, el álbum “Dark side of the moon”. El sol de la tarde hacía arrugada su frente y lograba un brillo hermoso sobre su piel canela. Bastó un segundo, el último segundo, un maldito segundo en el que se perdió en mis ojos y me dijo lo mucho que me amaba cuando nos salimos del camino y me dejó, me dejó para siempre y me dejó sola, no me dejó nada. No quiso llevarme y tampoco quiso esperarme. Se murió solo y no como me lo había prometido, que moriríamos juntos.

 

Me encanta contarme todos los días esta historia. Imagino que ésta es la historia que ella contaría si fuera yo el que hubiera muerto. Ella contaría esos detalles que yo nunca recordaría, ella contaría esta historia. Estaría enojada porque me morí solo, me lloraría meses completos, se comería mi helado favorito, se podría la chamarra roja que odiaba por vieja y anticuada y escucharía Pink Floyd bajo el árbol donde le acariciaba el cabello. Pero me dejó solo, y no sé qué hacer sin ella. En este momento deseo nunca haberme enamorado. Deseo nunca haberme perdido en sus enormes ojos ese día de sol cuando volvíamos de la playa y perdí el control. Deseo nunca haberle prometido que moriríamos juntos.

Día de Lluvia

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